Y quedarse sólo con lo bueno.

Zenaida estaba convencida de que a la vida se venía a disfrutar, y no a sufrir como solían decir los curas. Sabía desde que era pequeña, porque así se lo había enseñado su madre, que hay que retener firmemente las cosas agradables que nos ocurren y construirse con ellas una fortaleza, y alejar en cambio a manotazos y patadas todo lo feo que se empeña en rodearnos y aplastarnos contra el suelo. Si tenía un disgusto, era capaz de plantarle cara y espantarlo como a un fantoche, pensando en los buenos momentos que había vivido y en los que aún le quedaban por gozar. Y en las noches de invierno, cuando la añoranza y las ganas de estar con Almícar eran tan profundas que amenazaban con cortarle la respiración, cerraba los ojos y recordaba cada minuto de las últimas horas que había pasado con él, hasta que percibía su olor y su aliento sobre ella, y terminaba por dormirse arrullada en sus espasmos. Si realmente existía algún ser sobre la tierra de que se pudiese decir que era feliz, ese era Zenaida. 

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